El rock y el metal se han identificado como símbolos de rebeldía y libertad, pero, paradójicamente, también han sido durante décadas uno de los espacios más masculinizados de la música y en los que el machismo ha entonado las notas más altas. Por años, la presencia femenina en este género fue vista con indiferencia y hasta recelo. Las mujeres que se atrevían a tocar algún instrumento eran consideradas “raras” o “intrusas”, atacándolas de muchas maneras. 

Se les cuestionó su talento, se les sexualizó, les pagaron menos y se les silenció. La industria, controlada en su mayoría por hombres, les cerró las puertas, pero ellas aprendieron a derribarlas. Su resistencia y talento es lo que ha logrado transformar la historia. Cada vez más artistas alzan la voz, no solo para reclamar igualdad, sino también para demostrar que la música no tiene género y que el arte es un espacio donde todas las voces merecen ser escuchadas.

La revolución, ese acto de rebeldía que desafía las reglas del sistema y las normas sociales, fue la acción con la que las mujeres, cansadas del silencio y las limitaciones dentro de la música, empezaron a hacerse sentir. Su grito de resistencia no se dio en las calles: llegó con guitarras, baterías y letras. Empezaron a componer sus propias canciones, a liderar bandas y a tocar instrumentos, pasando de ser objetos para convertirse en las protagonistas de una nueva era en el género rock. 

Se mostraron, se expresaron, usaron su cuerpo y voz como forma de libertad y protesta, uniendo fuerzas desde el feminismo y la música para luchar por una misma causa: cuestionar las jerarquías, denunciar injusticias y crear comunidad entre mujeres.