Julio "Tutino" García, integrante de la banda Revólver Inc. relata como fueron esos años para quienes hacían rock en la ciudad.
Fotografía cortesía: @revolverincofficial
Julio "Tutino" García, integrante de la banda Revólver Inc. relata como fueron esos años para quienes hacían rock en la ciudad.
Fotografía cortesía: @revolverincofficial
Colombia es un país marcado por la violencia constante, con un conflicto que nunca ha cesado y que alcanzó picos especialmente crueles durante las décadas de los 90 y los 2000. En medio de estos episodios históricos, una gran mayoría del pueblo ha sido ignorada, sintiéndose vulnerable, silenciada y agobiada, acostumbrada a vivir con miedo, a agachar la cabeza y a callar. Sin embargo, en una nación donde abunda el descontento hay unas voces, guitarras y baterías que, aunque muchas veces atacadas, sobrevivieron y siguen dispuestas a luchar desde el rock.
Este género y el subgénero del metal surgieron como un desafío a los valores conservadores de la década de 1950 en Estados Unidos. El rock propiamente nació de géneros aún más antiguos como el country, gospel y rhythm & blues, que venían de comunidades afroamericanas y rurales, que, social y culturalmente han sido las más ignoradas y silenciadas.
En los años 70 el rock colombiano surge como un desafío a una sociedad conservadora con valores tradicionales donde el rock aparece como una amenaza cultural a esos valores ya que proponía todo lo contrario: libertad, deseo, rebeldía, irreverencia y protesta, el rock dio voz a personas que no se sentían representados por los valores tradicionales.
El rock en la década de los 80 comenzó a tomar auge y nacieron eventos a nivel local y nacional, grandes espectáculos como Rock al Parque se consolidaron en Colombia impulsando este género musical y que hoy es una plataforma crucial para el rock colombiano. Este evento anual atrae a miles de personas a escuchar este género musical y es fundamental para la promoción de nuevas bandas y grupos.
Para los años 2000 el rock colombiano fue evolucionando y fusionándose con otros géneros, así como apropiándose de otros subgéneros como el metal, el heavy metal y el punk rock donde bandas nacionales llevaron el rock a muchos horizontes llegando a todos los rincones del país, a grandes, medianas y pequeñas ciudades.
“Ustedes no estaban, ustedes estaban en proyecto, pero nosotros vivíamos en la amenaza de una bomba cuando íbamos al colegio” -Historiador Luis Niño
Fotografía: Valeria Parada
Luis Fernando Niño López, profesor universitario, investigador, líder social, miembro de la Academia de Historia de Norte y exsecretario de Víctimas, Paz y Posconflicto de Norte de Santander cuenta que a finales de los 90 se dio un fortalecimiento de grupos armados y guerrillas como las FARC, el ELN y el EPL, luego llegó el M-19 y grupos de contraguerrilla como los paramilitares. En el contexto social, cultural y político de esos años, especialmente en Norte de Santander se vivía terror, violencia y pobreza por lo que hubo muchos afectados, especialmente los jóvenes. Más aún en quienes podían encontrar en el rock un instrumento de desfogue o actividad diferente a la guerra.
“Los jóvenes en todos estos hechos lamentablemente siempre terminan siendo afectados. ¿Quiénes son la ‘carne de cañón’ que van a portar fusiles de manera ilegal? La juventud es la primera afectada porque no pueden estudiar, las escuelas son cortadas, las drogas y el alcohol empieza a ser de fácil acceso. Los jóvenes en las etapas preadolescente y adolescente se ven marcadas por la violencia, las drogas, la desigualdad, la pobreza, sus pensamientos políticos, sociales y económicos van en contra de lo que ellos querían expresar y decir, fueron censurados y no escuchados. Nadie podía ser rebelde contra el sistema”, comentó Niño.
De igual forma, grupos feministas no podían tener esa libertad pues eran asesinadas. Se polarizó -dice- las ideologías, por un lado, los grupos armados de izquierda cooptaron la ideología de estos jóvenes y los volvieron a un lado y los grupos armados de derecha los persiguieron y violentaron o muchas veces a fuerza les daban esa ideología.
“Ser un joven independiente hacia los 90 y 2000 era muy difícil, todo lo mínimamente fuera de lo ‘normal’ era tachado, censurado y en los mayores casos violentado”, subraya el historiador.
Persecución y censura
Según Niño, músicos como Luis Jara en Chile donde su música tenía un fuerte compromiso social y político, y abordaba temas como la resistencia, el trabajo y la lucha por la justicia social fueron asesinados por las dictaduras, otros tuvieron que salir huyendo, como Mercedes Sosa, conocida como La Negra, y se convirtió en la voz de los pueblos latinoamericanos, interpretando canciones que hablaban de justicia social, amor, libertad y esperanza.
El único que se quedó en Buenos Aires fue Charlie García, cantante, compositor, pianista, productor y una figura fundamental en la historia del rock en español. “Yo apago la luz y la vuelvo a encender cuando ustedes regresen”, dijo quien también fue torturado y perseguido.
Las dictaduras fueron tan fuertes que prohibieron escuchar, por la guerra de las Malvinas, el rock en inglés y al prohibirlo surgió el rock en español.
Este rock en español era un ícono diferente y llegó a muchos con la banda norteamericana Metallica, como: Los Toreros Muertos, Caifanes y Aterciopelados. Fue toda una generación de crítica, de poder expresar lo que sucedía en esos momentos, por supuesto si hubo una contrariedad y es que todos los que escuchaban esa música eran o de izquierda, o de derecha, o contrarios del estatus que se implementaba en ese momento por lo que los censuraban y violentaban.
“Lo que queríamos los jóvenes era tener la libertad, como en Inglaterra, en los pubs, poder escuchar los Beatles, aquí no se podía. Entonces eso tuvo una repercusión muy fuerte en la manera en que vivimos” destacó el historiador.
A la vez, recuerda que para la época de los 80 y 90 “nosotros vivíamos en la amenaza de una bomba cuando íbamos al colegio, bombas que volaban centros comerciales, colegios, palacios de justicia, gobernaciones y alcaldías. Entonces nos paraban la clase porque hubo una bomba en el centro de la ciudad y nos teníamos que ir…”, recuerda.
El rock y el metal empezaron a avanzar y a llegar a mucha más gente cucuteña, tanto personas que disfrutaban y lo veían como una manera de expresarse, como personas que lo satanizaban, odiaban y solo lo veían como meros gritos sin una letra o mensaje real.
En Cúcuta comenzaron a surgir bandas locales que representaban el rock y el metal como Revólver INC, Mustangs, Freetanga y Border Terror con testimonios e historias diferentes de esos años.
Concierto de la banda Humus creada en 1998 que cantaba acerca de distintas problemáticas sociales.
Video de los inicios de Barrocko, lugar dispuesto para aquellos fanáticos del género.
Revólver Inc. en acción desde diferentes conciertos a lo largo de los años.
Fotografías cortesía: Revólver inc.
Revólver INC: Ruido, memoria y resistencia
En una habitación cualquiera de Cúcuta, un adolescente hacía ruido con una guitarra. No había público, ni escenario, ni parche de amigos que compartieran su locura. Solo el eco metálico de las cuerdas y la necesidad de decir algo que el mundo no quería escuchar. Así empezó Julio García, conocido como Tutino, sin plan ni compañía, hasta que el destino lo cruzó con un viejo amigo de primaria, Jairo Velandia, bajándose de un carro con una guitarra eléctrica en la mano. Dos guitarras, una caneca de ropa sucia como batería y un palo, tocado por la ayuda de un vecino para marcarle su beat y un sueño sin nombre: así nació Revólver Inc.
A los 16 años, Tutino y sus amigos, conformaron una pequeña banda, Jairo siendo guitarrista y un nuevo integrante llamado Alex, el baterista, tenía experiencia, ya sabía tocar. Consiguieron su primer toque una semana después de haber empezado en un bar del centro comercial Bolívar llamado Liverpool, uno de los primeros templos del rock en la ciudad. Tocaron catorce canciones de Nirvana, las más raras, las que casi nadie conocía. Allí, entre sudor y cables, conocieron por primera vez lo que era una tribu: la gente del metal, del ruido, del desahogo.
Detrás de las guitarras había una historia marcada por la violencia. El 22 de abril de 1991, el día de su cumpleaños, asesinaron a su padre. Tenía once años. “La música me sirvió para expresar lo que sentíamos del país”, recuerda Tutino.
Aquella rabia se volvió gasolina para su arte. En sus letras no gritaba “nos mata la sociedad”, sino que construía un mensaje más poético, más humano: que la humanidad misma era su propio verdugo.
En 1999 grabaron su primer demo, y Revólver Inc ya no era una pandilla de muchachos tocando covers. Era una banda con ideología. Canciones como pabellón 5, escrita el día que mataron a Jaime Garzón, retrataban esa mezcla de impotencia y resistencia. No era el fin del mundo lo que cantaban, sino su descomposición diaria.
A finales de los 90, la escena rockera en Cúcuta era una chispa rebelde que se encendía entre bares y parqueaderos alquilados a cincuenta mil pesos. Las entradas costaban mil o mil quinientos pesos más una cerveza y el sonido lo prestaba una miniteca del barrio Carora. Nadie pedía cédula. Nadie temía. “Nunca hubo problemas o desmanes, peleas, nada”, dice Tutino. Lo que sí hubo fue unión: pelados que encontraban en la música una forma de escapar de las esquinas violentas.
Sin embargo, la sombra de los grupos armados también alcanzó la escena. En un concierto en Lomitas, mientras una banda nueva llamada Aquerontes tocaba contra los paramilitares, Tutino vio una sospechosa camioneta Caribe 442 desde donde desconocidos observaban desde adentro. Desde ese día, el miedo se volvió un acorde más de la vida del rockero.
Mauricio Garviras, cantante de Insecto, fue asesinado en Tibú, se lo llevaron en la noche al parque y le dispararon en la cabeza. “No lo mataron por estar en una banda, él estaba todo tatuado, sí, pero pues lo mataron por estar en el lugar equivocado en el momento más difícil del país…”. Años después circularía una lista con nombres de músicos cucuteños. Entre ellos el de Tutino. No todos corrieron con suerte.
Con los años, Tutino se mudó a Bogotá, pero nunca dejó de mirar hacia atrás. Recuerda con ternura los toques organizados por amor, no por dinero. “Todos eran amigos de todos”. Hoy se atacan por redes, critican los conciertos. Antes se abrazaban. Ahora se miden por quien tiene más likes.
Para él, el rock era y sigue siendo una forma de decir lo que no cabe en un titular: la rabia, la memoria, la esperanza. Por eso insiste en que las nuevas generaciones no olviden que esta música nació para ser contestataria, no decorativa. Hoy muchos tocan para presumir instrumentos o subir fotos a Instagram. Antes se tocaba para decir algo, para sobrevivir.
Cuando se le pregunta qué palabra define esa época, no duda: felicidad y libertad. Dos palabras que, en medio de la violencia, el miedo y la sociedad, solo el rock podía sostener.
El lente que resiste al olvido
Óscar Meza habla con la serenidad de quien ha aprendido a mirar la vida a través de una cámara. Comunicador social, docente y fotógrafo, ha dedicado más de quince años a capturar lo que muchos prefieren no ver: la memoria viva de una ciudad que resiste.
Su historia con el rock no empezó en tarimas ni en bares llenos de ruido, sino en los pasillos de una universidad, donde un compañero suyo transmitía un programa llamado El Orden del Caos. Aquel fue el primer eco que lo llevó a descubrir la escena local, a conocer bandas que, entre distorsión y rebeldía, contaban su verdad.
Su primer contacto real con el rock cucuteño fue alrededor de 2009, durante la Fiesta del Libro, en una franja musical que reunía bandas locales. Desde entonces entendió que el rock no solo era música: era lenguaje, identidad, y en Cúcuta, también resistencia. Años después, en 2013, participó en la organización de Rockatatumbo, un concierto nacido entre la crisis y la esperanza. Para esa época, el docente hacía parte de la banda Lisa Reggae, y junto con otro comunicador decidió que la música podía ser un puente entre los jóvenes y la tragedia que vivía el Catatumbo.
El propósito era simple, pero poderoso: demostrar que la juventud no era indiferente, que podían alzar la voz y ayudar. En medio del conflicto, mientras el país se desangraba, ellos organizaron un evento gratuito para recolectar donaciones. Lo hicieron sin apoyo estatal, confiando en la autogestión, las organizaciones sociales y el poder de la unión. Fue la empresa privada la que ayudó con la logística, mientras el resto se levantó con patrocinio y terquedad. Así fue siempre: a punta de esfuerzo y pasión.
Cuando recuerda los años 2000, Óscar habla de un tiempo áspero. La violencia era densa y los prejuicios abundaban. Para muchos, los jóvenes del cabello largo eran satánicos o drogadictos. En algunos barrios, incluso, los grupos armados imponían control cortándoles el pelo a quienes no encajaban en su molde. Era una forma cruel de silenciar la diferencia.
Aunque no todos los eventos fueron interrumpidos, el miedo estaba en el aire. Había toques de queda, amenazas y desconfianza. Organizar un concierto en esos años era, literalmente, tocar bajo la sombra del peligro.
Este fotógrafo no olvida que ser rockero en Cúcuta siempre fue un acto de fe. La policía, cuando aparecía, lo hacía por el ruido o los permisos, no tanto por prejuicio, aunque el estigma flotaba en el ambiente. La excusa era legal, pero la desconfianza era cultural.
Aun así, la escena sobrevivió, mutó y se reinventó entre parqueaderos, clubes y bares. Nombres como Barrocko, el Alcep, El Gato Leñador, La Casa del Duende y la biblioteca pública Julio Pérez Ferrero se convirtieron en templos improvisados donde el rock podía existir. Hasta 2015, aquella biblioteca fue punto de encuentro, santuario del sonido y refugio de una comunidad que se negaba a desaparecer.
Detrás de cada concierto, Óscar veía más que música: observaba historia. Su lente se volvió testigo de una cultura invisible para muchos. Fotografiar, para él, fue una forma de resistir al olvido. Sus imágenes documentan la existencia de una juventud que desafió los silencios y transformó su entorno a través del arte. En un país que borra fácilmente, la cámara de él se convirtió en memoria viva.
Ha recorrido escenarios a nivel nacional como Rock al Parque, Festival Internacional Altavoz de Medellín, el Festival Yannin y a nivel local como el festival Somos Uno, La Guardia Fest y sin olvidar a Rockatatumbo, siempre guiado más por la pasión que por el dinero. En Cúcuta -dice- las fotos de los conciertos casi nunca se pagan; se hacen “por amor al arte”.
En cada disparo, en cada encuadre, se guarda el gesto de un músico, el grito de una multitud, la certeza de que el arte sigue respirando. Y aunque su trabajo pocas veces es reconocido económicamente, ha sido esencial para construir un archivo visual del rock cucuteño.
Cuando le preguntan que perdería Cúcuta si olvidara su historia rockera, no duda: perdería un documento vital de su identidad. Olvidar esas memorias sería negar que hubo jóvenes que, en medio de la violencia, eligieron el arte en lugar del miedo.
Mientras los bailes de minitecas de generaciones pasadas están registrados en fotos y videos, el rock de los 2000 corre el riesgo de desaparecer sin testimonio. Perder esa huella sería borrar una parte esencial de la juventud cucuteña.
Pero la violencia no fue sólo simbólica. Hubo silencios impuestos con sangre. En la universidad, Óscar recuerda la historia de Jerson y Edwin, dos jóvenes activistas, uno de ellos poeta, que fueron desaparecidos por los paramilitares tras denunciar irregularidades dentro de la institución. Ambos hacían parte del movimiento estudiantil y frecuentaban la plazoleta del Che, un espacio donde siempre se reunían quienes pensaban distinto. Allí la palabra se volvió peligrosa. Denunciar era jugarse la vida.
“Ellos hicieron parte de esa lista de desaparecidos por los paramilitares por alzar su voz de inconformidad”, cuenta el entrevistado, con la tristeza de quien comprende que el arte y la crítica también son formas de resistencia.
A pesar de todo, el lente de Óscar sigue firme. Su alegría vuelve cuando habla de los jóvenes que aún asisten a conciertos, de las nuevas generaciones que se asoman tímidas a la escena. Aunque cada vez hay menos público y más canas entre los músicos, todavía hay esperanza.
Él sueña con que aparezcan nuevos comunicadores, nuevos fotógrafos y creadores de contenido que hablen del rock local, que le den voz a quienes siguen tocando desde los márgenes. Porque, como dice, “si no hay quien hable de rock para los jóvenes, pues los jóvenes no se van a enterar de que hay bandas de rock”.
Óscar Meza no solo documenta conciertos; documenta vida. Con cada disparo de su cámara deja constancia de que hubo ruido, arte y coraje en una ciudad que intentaron silenciar. Su lente, paciente y luminoso, sigue siendo un acto de resistencia.
Porque en Cúcuta, donde alguna vez se castigó la diferencia y se calló la rebeldía, la fotografía de Meza es la prueba de que el rock no murió: solo cambió de escenario, y ahora habita en la memoria de los cucuteños.
Óscar Meza, fotógrafo y profesor universitario
Fotografía cortesía: @oscarmezafilms
Concierto organizado en el barrio Aeropuerto.
Fotografía: Óscar Meza
Guitarrista local en La Guardia Fest 2014.
Fotografía: Óscar Meza
Una de las primeras fotografías de conciertos que realizó en el año 2010.
Fotografía: Óscar Meza
Concierto BariRock 2017.
Fotografía: Óscar Meza
Fotografías de Los Mustangs en el concierto de Las Décadas el 30 de octubre del 2025 en el teatro Zulima.
Fotografía: Karol Ramirez y Shaira Jauregui
Los Mustangs: La rebelión que nunca envejeció
A finales de los ochenta, cuando el calor de Cúcuta seguía siendo el mismo, pero la juventud ardía de otra forma, un grupo de amigos empezó a enamorarse del ruido eléctrico de una guitarra. La historia de Los Mustangs nació ahí, entre los ecos de los años 80 y 90, cuando el rock marcaba generaciones y cada acorde era una promesa de libertad.
La escena local se formaba a pulso, sin bares suficientes ni escenarios fijos. En los años 90 y 2000, los toques se armaban donde hubiera espacio: una pizzería en La Libertadores llamada Brisas, luego Circus Pop, bares como Barrocko, La Comarcka y Old West, que resistieron para mantener viva la cultura del rock. Con los años llegaron eventos como el American Fest, donde Los Mustangs tocaron desde la primera versión, demostrando que el género seguía latiendo fuerte.
Para muchos, la movida rockera se gestaba en los colegios. Allí nacían bandas, se soñaban escenarios, y los jóvenes encontraban en la música una forma de pertenecer. En esa época, el punk, el hard rock y el metal no eran modas: eran identidades.
Aun así, el peso del prejuicio era inevitable. Los rockeros eran vistos como rebeldes sin causa, drogadictos o satánicos. Muchos padres prohibían a sus hijos asistir a conciertos porque “eran peligrosos”. Las cadenas, el negro y las botas eran sinónimo de maldad para una sociedad que no comprendía. Pero con el tiempo, esa mirada cambió. La madurez del rock, su poesía y sus letras dedicadas al amor o la crítica social, demostraron que el género no era oscuridad, sino cultura y sensibilidad.
Las comparaciones lo confirman: antes los titulares hablaban de “satánicos” en los conciertos de Guns N’ Roses; hoy, la prensa celebra su regreso como leyendas. La evolución del rock ha sido también una evolución de la sociedad. Ahora los padres, aquellos jóvenes metaleros de los noventa, son los que llevan a sus hijos a conciertos.
En los noventa, sin embargo, todavía pesaban los rumores. Vestirse de negro, usar collares o lucir diferente era suficiente para ser señalado. Algunos eran acusados de adorar a Satán o de influir mal a la juventud. Eran tiempos en que los mitos pesaban tanto como el calor. Aun así, ellos siguieron tocando. Nunca sintieron miedo, solo el deseo de demostrar que el rock no era una amenaza, sino una estrategia de liberación artística.
Aunque los grupos armados marcaban la cotidianidad cucuteña, Los Mustangs insisten en que la violencia nunca los tocó directamente. Lo que sí sintieron fue el peso de los estigmas. No había amenazas, pero sí el temor de ser malinterpretados. Sin embargo, el rock les dio un lenguaje para responder sin recurrir a la agresión.
Para ellos, la música siempre fue una forma de resistencia sin armas. Su rebeldía no se expresa con odio, sino con acordes. “En vez de empuñar algún tipo de arma, se empuña una guitarra”, dicen con orgullo, evocando la metáfora de la escopetarra: el instrumento que transforma la violencia en arte.
En su disco El Rock Está Vivo, las letras son espejo de sus experiencias. Hablan de los años 90 y 2000, de las emociones, de los sueños, de la juventud inconforme. Canciones como El Blues del Fulano narran la historia de alguien que fue rechazado por ser diferente, hasta que decidió mostrarse tal cual era. Es, en esencia, una canción sobre la libertad de ser uno mismo.
Los Mustangs son parte de esa transformación. Crecieron escuchando a Los Beatles y Rolling Stones por radio, heredaron el amor al rock de sus padres, y ahora lo transmiten a las nuevas generaciones. En sus canciones, como La Perla Rockera, rinden tributo a Cúcuta, su ciudad, su escenario y su inspiración.
Border Terror: Vibración en rebeldía
En una ciudad donde las palabras se perdían entre el calor y la violencia, un grupo de amigos decidió inventar su propio idioma: el del ruido. Así nació Border Terror, una banda cucuteña que encontró en el death metal no solo un sonido, sino una forma de resistencia a la violencia.
Cuentan que el proyecto tomó forma en 2017, aunque los integrantes ya venían tocando juntos desde 2008. Pasaron por distintos estilos, heavy metal, thrash, dark metal, hasta que la crudeza del death metal los abrazó por completo. Ese fue el punto donde dejaron de buscar y comenzaron a reconocerse. Después de veinte años de tocar, sentir y resistir, Border Terror no era un experimento: era una declaración.
Hoy, la banda vive un momento sólido. Se ha autoproducido, han grabado incluso con un sello argentino y lograron algo que parecía imposible: que la gente comprenda que detrás del ruido hay pensamiento, historia y emoción.
En medio de una nación marcada por la sangre, el mensaje de Border Terror es claro: la música puede salvar. Lo resumen en una idea luminosa, una de esas que merecen quedarse grabadas: cuando un joven sostiene un instrumento, le arrebata al destino la posibilidad de empuñar un arma.
Eduardo Sepúlveda "Sito", guitarrista de Border Terror.
Fotografía: Valeria Parada
Freetanga: El eco del ruido que rompió el silencio
Todo empezó casi por accidente, en el año 2009, en una oficina de arquitectura donde los planos se mezclaban con sueños eléctricos. Héctor y sus amigos no pensaban formar una banda; solo querían probar, tocar algo, sentir la vibración de la música que amaban. Ninguno era experto, pero eso no importaba. En el fondo sabían que el rock no se estudia: se siente.
Así nació Freetanga, con un nombre improvisado que, sin proponérselo, jugaría con dos idiomas y dos sentidos. Un día, alguien en el lugar de ensayo pidió un nombre para la banda, y Héctor soltó el primero que le cruzó la mente: Freetanga. Desde entonces, el nombre se quedó, medio chistoso, medio provocador, como su espíritu.
El miedo existió, sobre todo en los años más oscuros, cuando los grupos armados imponían el silencio en los barrios. Héctor recuerda esos días con voz grave. En Los Patios, en Atalaya, en sectores como Motilones y Camilo Daza, la violencia paramilitar arrasaba con los jóvenes.
Tener el pelo largo o un tatuaje bastaba para ser señalado. Muchos desaparecieron solo por verse distintos. En una ocasión, durante un concierto cerca del Parque Mercedes Abrego, la banda fue amenazada con una granada. Era el 2007 o 2008. Nadie resultó herido, pero el miedo quedó grabado.
Años después, otra balacera en Montebello (Los Patios) dispersó a los asistentes de un toque. Así se tocaba rock, en Cúcuta: con el corazón en la mano y la adrenalina corriendo como defensa.
A pesar de todo, siguieron. Cada ensayo se volvió un refugio, cada canción una forma de sanar. En quince años de historia, han resistido con creatividad. Componen, producen y gestionan sus propios eventos. Héctor combina su amor por la música con su trabajo en el arte del tatuaje, organizando festivales donde conviven tatuadores, bandas y el público.
Freetanga, en un evento organizado por la universidad Franscisco de Paula Santander.
Fotografía: Freetanga
Tocata en el parque Simón Bolívar en el marco del paro nacional.
Fotografía: Freetanga
Fotografías de conciertos en la ciudad de Cúcuta que exaltan la cultura rockera.
Fotografías: Karol Ramirez, Shaira Jauregui y Lina Ascanio
Nuevas voces vivas
En los años dos mil era común ver a la juventud llenar los eventos de rock, con esa curiosidad por las vibraciones eléctricas. Sin embargo, con el paso del tiempo, ese público se fue transformando en los mismos rostros de siempre: músicos y oyentes que no han abandonado la escena. Cuando en la multitud aparece una cara joven, se enciende una chispa de esperanza entre todos, una nueva llama que promete mantener viva la voz de resistencia contra las normas que oprimen más de lo que construyen.
Es una emoción compartida por bandas como Border Terror, que expresan con entusiasmo: “Siempre que haya un instrumento en manos de un joven, se le quita la posibilidad de tener un arma”. Sus palabras condensan una visión esperanzadora sobre el poder transformador del arte y la música. Ver a nuevas generaciones componer, ensayar y crear sus propias letras significa que el legado continúa, que las raíces del rock cucuteño siguen dando frutos.
Desde escenarios improvisados hasta festivales locales, la juventud ha vuelto a mirar hacia el rock como un espacio de libertad y autenticidad. “Cada vez hay más bandas que componen sus propias canciones… eso es lo que más nos alegra: que ya no solo toquen covers, sino que hablen con su propia voz”, dice Héctor García, vocalista de Freetanga.
Esa transmisión de energía entre generaciones se convierte en el motor de movimiento que se niega a morir. Las guitarras de los veteranos suenan con la misma pasión, pero ahora lo hacen acompañadas de una nueva ola de artistas que miran hacia el futuro con la fuerza de quienes aprendieron que el rock no envejece: se transforma y renace en cada acorde.
BariRock Festival en donde diferentes bandas se presentan a tocar canciones propias.
Fotografía: Lina Ascanio
Bar La Comarcka, allí se escucha música rock y metal y se presentan bandas.
Fotografía: Valeria Parada
Festival Rockatatumbo realizado en el año 2013 en pro de los campesinos del Catatumbo.
Video de relatos y experiencias acerca del rock en la época de los 90 y 2000
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