En una sociedad donde la rutina parece devorar los días y la productividad se ha convertido en la medida del éxito, hay quienes encuentran refugio en una pasión que rompe el molde: la música.

Y entre todos los géneros, el rock sigue ocupando un lugar especial. No solo por su historia de rebeldía y libertad, sino por su poder de conexión emocional. Para muchos, el rock ya no es solo una corriente sonora o una moda pasajera, sino un hobby que transforma; una válvula de escape que les devuelve el control de su propio ritmo. Es una manera de mantener viva una parte de sí mismos; esa que el trabajo intenta silenciar. Es otra forma de respirar, sentir y crear.

Por eso, cuando el reloj marca el final de la jornada laboral, en Cúcuta y su área metropolitana algunos cambian el maletín por una guitarra, una batería y un micrófono. Las batas blancas se guardan, los planos se recogen, los teclados se apagan. Entonces, las luces del escenario se encienden y comienza otro tipo de función: la de liberar el alma al ritmo del rock.