Cuando las guitarras eléctricas empezaban a retumbar en los Estados Unidos durante los años 50, en Colombia aquel sonido viajaba lentamente por ondas de radio, casetes pirateados y discos de algún viajero extrovertido que traía escondidos en su equipaje.
Para muchos jóvenes escuchar rock por primera vez era como abrir una ventana a un mundo totalmente desconocido y sorprendente al escuchar la estática y ruido, ese grito sonoro cruzó fronteras de todas partes y aterrizó en un país donde la juventud buscaba identidad frente a tradiciones muy conservadoras. Aquel ritmo musical extranjero prometía algo diferente a los demás, porque compartía una forma de libertad de expresión en una sociedad acostumbrada a respetar lo establecido.
El periodista musical Alejandro Marín, además de locutor, traductor, discjockey editor, y productor; ganador del premio Simón Bolívar 2024, explica que el rock siempre ha tenido un sentido profundamente generacional. “El rock le canta al espíritu joven”, afirma, recordando que este género nace con él con el concepto moderno de adolescencia después de la Segunda Guerra Mundial.
Antes de ese momento, la juventud no tenía una voz clara en la sociedad. Por eso, cuando las letras hablaban de romance o rebeldía, miles de jóvenes colombianos se sentían identificados emocionalmente con estas canciones que no eran propiamente de aquí, pero escritas para ellos.
Con el paso de los años, el rock empezó a tener enfoques más políticos, contribuyendo por movimientos como la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y la Guerra de Vietnam. Ese eco protestante llegó a Colombia y resonó en un momento donde la desigualdad, la censura y la violencia comenzaban a hacerse sentir en los entornos urbanos.
Para Marín, el rock “pasa a ocupar un lugar donde manifiesta inquietudes políticas”, y esa sensibilidad conecta con una generación colombiana cansada de una realidad social llena de injusticias y desigualdades.
Este periodista y rockero de pasión migró a los Estados Unidos en los años 90 y se encontró con un choque cultural que marcaría su visión. Allí, el rock convive con otros géneros y expresiones artísticas, revelando que no era solo un estilo musical, sino un espíritu que cambiaba su forma según el contexto.
Al regresar al país, se encontró con un panorama totalmente distinto, recuerda que “había un movimiento de rock latino muy grande”. En Colombia, bandas como Aterciopelados mezclaban sonidos autóctonos con guitarras distorsionadas, mientras que Molotov y Café Tacuva exploraban fusiones entre funk, rap y ritmos tradicionales. Ese cruce de estéticas y estilos demostró que el rock no solo se limitaba a copiar modelos extranjeros, sino que se reinventan para narrar problemáticas sociales en sus letras.
En la capital de Colombia, Bogotá, -dice Marín- surgieron tribus urbanas con estéticas propias como botas industriales, cabello largo, chaquetas de cuero y una filosofía punk influenciada, curiosamente por lo que sonaba en buses que se escuchaba cumbia, vallenato, bolero y baladas. Esa mezcla involuntariamente terminó filtrándose en la forma de hacer rock en el país. Algunos músicos incorporaron nostalgia, folclor y un ritmo tropical a su rebeldía eléctrica, generando una identidad híbrida y original. Como dice Marín, el espíritu del rock “se transforma según el idioma, la geografía y las costumbres”.
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